martes, 11 de octubre de 2011

El vagabundo de las estrellas

Después de devorar el libro inacabado de Jack London, Asesinatos S.L., en el trayecto de avión Madrid - Nueva York, llego a mis manos el último libro de este autor, El vagabundo de las estrellas. Por segunda vez me volvió a sorprender la manera de escribir con tanta sencillez ideas tan disparatadas y la vez coherentes, un libro que contagia, lleno de lineas que por momentos sacuden al lector y le obligan a reflexionar.

Os dejo un pequeño fragmento de otros muchos que me llamaron la atención.

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Quisiera preguntarle qué moral de las que se predican hoy es mejor que las que predicaban Cristo, Buda, Sócrates, Platón, Confucio o quien quiera que fuese el autor del Mahabharata. Dios mío, hace cincuenta mil años nuestras mujeres eran más puras, y la familia y las relaciones grupales más rígidas y correctas.
Debo decir que en aquellos días nuestra moral era mucho mejor que la actual. No se ría. Piense en nuestra explotación infantil, en la corrupción de la policía y los políticos, en la adulteración de la comida y en la esclavitud de las hijas de los pobres.
Cuando yo era un Hijo de la Montaña, o un Hijo del Toro, la prostitución no tenía sentido. Éramos puros, se lo aseguro. No podíamos ni imaginar tales depravaciones. Sí, éramos puros, igual que lo son los animales hoy en día. Hizo falta que el hombre progresara, ayudado por la imaginación y por la técnica, para que aparecieran los pecados mortales. Los animales son incapaces de pecar. Pienso en las muchas vidas que he vivido en otros tiempos y otros lugares y me doy cuenta de que nunca he conocido crueldad tan terrible como la de nuestro actual sistema penitenciario. Ya le he contado cómo he tenido que soportar la camisa de fuerza y las celdas de castigo durante la primera década de este siglo XX después de Cristo. En la antigüedad, los castigos eran drásticos y los asesinatos rápidos. Lo hacíamos por deseo, por capricho, si quiere. Pero no éramos hipócritas que recurrían a la prensa, al juez o a la universidad para que autorizaran nuestros salvajes actos.
Hacíamos lo que queríamos y nos enfrentábamos a la censura y al reproche con la cabeza bien alta, sin escondernos bajo las faldas de los economistas, filósofos burgueses, editores, profesores o predicadores previamente pagados.
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La muerte no existe. La vida es espíritu, y el espíritu no puede morir. El cuerpo muere y se transforma, se disuelve en un fermento químico que se funde para cristalizarse en una nueva forma, que también acabará por diluirse. Solamente el espíritu perdura, y vive para siempre en su terno ascenso hacia la luz. ¿Qué seré yo cuando vuelva a vivir? Quién sabe. Quién sabe...

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